Un interminable
y ancho pasillo arbolado se abría ante nuestras vistas, invitándonos a seguir
adelante, al mismo tiempo que haciéndonos parecer seres pequeños e indefensos e
indignos de tan grandiosa estructura. Una alta verja, como puerta de un Edén
terrenal descansa imponente a nuestras espaldas, despreciando el exterior, como
si no existiese, y rodeándonos por los demás lados el palacio en sí, antigua
(aunque inmortal) morada de un rey depresivo. Cuanto más se adentra uno en
aquella espléndida inmensidad, más fuera
de lugar se siente al imaginar con qué extraña sensación sería mirado por la
engalanada corte, ajena a las desgracias humanas, que por todas partes parecía
apreciarse.
Una vez
recorrido este trecho y allegados frente a la colegiata, donde los restos de
Felipe V yacen contradiciendo la norma, se olvida fácilmente que en el Mundo
hubiese algo menos hermoso y, entonces uno, por primera vez, se identificaba
con la egocéntrica corte. Ya una vez dentro, el visitante se pierde en sus
largas estancias, repletas de hermosos y complejos tapices que alardean del
poder de la monarquía y que uno se imagina colgando al exterior o siendo
llevados en viajes para impresionar a la gente que por simple diferencia de
cuna nunca podría aspirar a tan alta magnificencia o para demostrar ante otros
monarcas que nuestro país no es menos que el suyo. Y después se observan, no
sin menor deleite, las pinturas desperdigadas por el sin número de hermosas
habitaciones que forman un pasillo interminable para el ojo humano.
Y los jardines…
Uno no puede dar dos pasos sin cruzarse con Dafne huyendo de Apolo o viendo a
Acteón, mientras este observa a Diana a su vez, e intenta, sin siquiera
vislumbrar sus funestas consecuencias, seducirla. Y qué decir del espectáculo
que supone ver al valiente Perseo abalanzarse sobre el monstruo, enarbolando la
cabeza de Medusa, para liberar a la bella Andrómeda de su aparentemente
inevitable fin; o de ver a los pobres egoístas campesinos siendo convertidos en
ranas por negarle el agua a la desgraciada Latona.
Y allí los
dioses se mezclan con los mortales, reuniéndose los principales en una plaza
circular y permitiendo al visitante codearse con ellos y, ni más ni menos que
Neptuno, nos ofrece una apasionante exhibición equina. Y todo esto con el resplandeciente
palacio al frente que puede que no sea Versalles por mucho que lo quiera
igualar, pero sería excederse el pedirle más, pues siempre será la Granja de
San Ildefonso.
Albino Moreno
Bermejo