“ Piélago;
Por favor, sé consciente de que el recuerdo de tu olor sigue presente
en mis sienes cada mañana. Es como si, en ocasiones, formase parte de mi propia
piel… y es que no hay día en que, a lo largo del desarrollo de mis tareas, el
débil recuerdo del roce de tu inmensidad contra mi cuerpo no pare a hacer un
descanso en mi memoria, para acto seguido volver a sumergirse en un vacío que
siempre temo capaz de llevárselo para siempre. Pero, gracias a los dioses,
nunca sucede así.
Mi vida como esclava de alguien más que de tus mareas es monótona. A
veces, tan oscura como la maraña de algas que en ti se enredaban, algunos de
nuestros veranos, en las costas de Corinto. Recuerdo que entonces no me cabía
imaginar que algún día, incluso no tan lejos de aquellos, alguien sería capaz
de someterme a sí mismo y a su fuerza. En esos instantes, Ponto, en ocasiones
tan eternos, sólo imagino que estoy siendo envuelta por una de tus grandes olas
y arrastrada a algún recoveco de tus profundidades. Quién me lo iba a decir…
A día de hoy, consciente de mi propio precio, sé que no puedo aspirar
a volver. Incluso aunque uno de tus brazos lame la tierra en la que me
encuentro, es la Jonia aquello que mi corazón añora. Y viendo cómo cada día mis
ambiciones se estremecen hasta desaparecer, como tu espuma, la última que me
queda es la llegada de mis letras a tu seno.
Ojalá algún día mi esencia -salada, azul, profunda, viva-, pueda rencontrarse con los dos.
Ojalá algún día mi esencia -salada, azul, profunda, viva-, pueda rencontrarse con los dos.
Verdadera y eternamente tuya;
Thalassa. ”
-¿Qué tienes ahí?
Mis manos temblaron
y pronto temí por la fragilidad del viejo pergamino que sobre ellas descansaba.
Cuando quise descubrir la humedad que empañaba mis ojos y pómulos, Fabio ya se
encontraba frente a la parcela en la que yo llevaba días excavando con
paciencia y sin resultados. Observó la figura carbonizada de la joven Thalassa
a mis pies, los restos ennegrecidos y solidificados de su humilde vestido y el
gesto de sus brazos, estrechados alrededor de su propio pequeño cuerpo. La
expresión de su rostro había sido pulida por el tiempo y la sedimentación y
apenas quedaba constancia de la leve apertura de su boca. Mirándola fijamente,
en aquel silencio que mi colega y yo habíamos pactado sin querer, me convencí a
mí mismo de que no expresaba terror, al contrario que muchos otros cuerpos que
habíamos ido desenterrando a lo largo de aquellos días. Parecía dormida,
serena. Sometida… pero viva.
-¿Por qué se
abraza? –inquirió Fabio sin modificar el gesto de su rostro cansado.
-Abrazaba aquello de allí –repuse señalando una fina bandeja de plata apoyada contra la pared.
-Abrazaba aquello de allí –repuse señalando una fina bandeja de plata apoyada contra la pared.
Recordé por un
instante el trabajo que me llevó desencajarla de su abrazo, despegarla de su
cuerpo y extraerla. En aquella bandeja de plata, en los brazos de Thalassa,
había sobrevivido aquel fino pergamino con su gran historia. Su cuerpo y ella
habían aguantado el paso del tiempo, los años y las eras. Ambos. Pero, ¿qué era
la vida, entonces? Aquel ingrediente que dada su ausencia, me impedía hallar
expresión alguna en sus ojos.
-¿Qué pone
ahí? ¿Sabes griego? –volvió a preguntar Fabio.
-No. No lo sé –le mentí-.
-No. No lo sé –le mentí-.
* * *
Fue la mañana de
un 24 de agosto cuando, tras haber finalizado el primer periodo de excavaciones
en Pompeya viajé al Peloponeso, al estrecho de Corinto, intrigado por el
esplendor del mar relatado en aquella carta que jamás había sido enviada pero
que no había perecido ante el fuego, el polvo y las cenizas. Durante el tiempo
que estuve allí, paseé por la costa norte de la isla preguntándome en cuál de
aquellas calas se habría bañado el cuerpo desnudo de Thalassa, la pobre esclava
griega vendida al sur de Italia. Los días, con sus atardeceres, nacieron y
murieron ante mis ojos, todos completamente distintos entre sí, pero con un
mismo origen y un mismo fin: el mar.
Dado lo
sobrecogedor que me había resultado mi descubrimiento y mi inesperada
involucración en él, durante esas jornadas de paseos interminables y silencio,
no dejé de manosear el pergamino que había ocultado a la dirección de la
excavación y del cual Fabio había parecido olvidarse. Pero en el fondo de mi ser, sabía lo que
debía hacer con él y a quién pertenecía realmente.
Con el fin del
mes de agosto lancé un barco al mar. Puse todas mis esperanzas en que el mismo
lo deshiciera con su esencia, lo besara, lo lamiera… y pasase a formar parte de
sí. Con el fin del mes de agosto sentí que había cerrado una puerta que había
permanecido abierta en la historia durante miles de años… había devuelto a
Thalassa a su hogar, el mar.
1º Bachillerato
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