miércoles, 2 de mayo de 2012

μνημεῖον

Este relato de la alumna Paula Garay (1º Bach.) fue galardonado con el primer premio en el Festival de Teatro Clásico de Gijón, no tiene ningún desperdicio...



“ Piélago;

Por favor, sé consciente de que el recuerdo de tu olor sigue presente en mis sienes cada mañana. Es como si, en ocasiones, formase parte de mi propia piel… y es que no hay día en que, a lo largo del desarrollo de mis tareas, el débil recuerdo del roce de tu inmensidad contra mi cuerpo no pare a hacer un descanso en mi memoria, para acto seguido volver a sumergirse en un vacío que siempre temo capaz de llevárselo para siempre. Pero, gracias a los dioses, nunca sucede así.

Mi vida como esclava de alguien más que de tus mareas es monótona. A veces, tan oscura como la maraña de algas que en ti se enredaban, algunos de nuestros veranos, en las costas de Corinto. Recuerdo que entonces no me cabía imaginar que algún día, incluso no tan lejos de aquellos, alguien sería capaz de someterme a sí mismo y a su fuerza. En esos instantes, Ponto, en ocasiones tan eternos, sólo imagino que estoy siendo envuelta por una de tus grandes olas y arrastrada a algún recoveco de tus profundidades. Quién me lo iba a decir…

A día de hoy, consciente de mi propio precio, sé que no puedo aspirar a volver. Incluso aunque uno de tus brazos lame la tierra en la que me encuentro, es la Jonia aquello que mi corazón añora. Y viendo cómo cada día mis ambiciones se estremecen hasta desaparecer, como tu espuma, la última que me queda es la llegada de mis letras a tu seno.
Ojalá algún día mi esencia -salada, azul, profunda, viva-, pueda rencontrarse con los dos.

Verdadera y eternamente tuya;

Thalassa. ”



 -¿Qué tienes ahí?

Mis manos temblaron y pronto temí por la fragilidad del viejo pergamino que sobre ellas descansaba. Cuando quise descubrir la humedad que empañaba mis ojos y pómulos, Fabio ya se encontraba frente a la parcela en la que yo llevaba días excavando con paciencia y sin resultados. Observó la figura carbonizada de la joven Thalassa a mis pies, los restos ennegrecidos y solidificados de su humilde vestido y el gesto de sus brazos, estrechados alrededor de su propio pequeño cuerpo. La expresión de su rostro había sido pulida por el tiempo y la sedimentación y apenas quedaba constancia de la leve apertura de su boca. Mirándola fijamente, en aquel silencio que mi colega y yo habíamos pactado sin querer, me convencí a mí mismo de que no expresaba terror, al contrario que muchos otros cuerpos que habíamos ido desenterrando a lo largo de aquellos días. Parecía dormida, serena. Sometida… pero viva.

 -¿Por qué se abraza? –inquirió Fabio sin modificar el gesto de su rostro cansado.

 -Abrazaba aquello de allí –repuse señalando una fina bandeja de plata apoyada contra la pared.

Recordé por un instante el trabajo que me llevó desencajarla de su abrazo, despegarla de su cuerpo y extraerla. En aquella bandeja de plata, en los brazos de Thalassa, había sobrevivido aquel fino pergamino con su gran historia. Su cuerpo y ella habían aguantado el paso del tiempo, los años y las eras. Ambos. Pero, ¿qué era la vida, entonces? Aquel ingrediente que dada su ausencia, me impedía hallar expresión alguna en sus ojos.

 -¿Qué pone ahí? ¿Sabes griego? –volvió a preguntar Fabio.

 -No. No lo sé –le mentí-.

* * *

Fue la mañana de un 24 de agosto cuando, tras haber finalizado el primer periodo de excavaciones en Pompeya viajé al Peloponeso, al estrecho de Corinto, intrigado por el esplendor del mar relatado en aquella carta que jamás había sido enviada pero que no había perecido ante el fuego, el polvo y las cenizas. Durante el tiempo que estuve allí, paseé por la costa norte de la isla preguntándome en cuál de aquellas calas se habría bañado el cuerpo desnudo de Thalassa, la pobre esclava griega vendida al sur de Italia. Los días, con sus atardeceres, nacieron y murieron ante mis ojos, todos completamente distintos entre sí, pero con un mismo origen y un mismo fin: el mar.

Dado lo sobrecogedor que me había resultado mi descubrimiento y mi inesperada involucración en él, durante esas jornadas de paseos interminables y silencio, no dejé de manosear el pergamino que había ocultado a la dirección de la excavación y del cual Fabio había parecido olvidarse.  Pero en el fondo de mi ser, sabía lo que debía hacer con él y a quién pertenecía realmente.

Con el fin del mes de agosto lancé un barco al mar. Puse todas mis esperanzas en que el mismo lo deshiciera con su esencia, lo besara, lo lamiera… y pasase a formar parte de sí. Con el fin del mes de agosto sentí que había cerrado una puerta que había permanecido abierta en la historia durante miles de años… había devuelto a Thalassa a su hogar, el mar.



PAULA GARAY

1º Bachillerato

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